—¡YO NO TENGO HIJOS! —me gritó, y el grito de su voz demasiado gruesa, enferma, me despertó. ¿Qué estaba haciendo? ¿Ahorcando a una adolescente moribunda frente a mi casa? A lo mejor mi madre tenía razón. A lo mejor tenía que mudarme. A lo mejor, como me había dicho, tenía una fijación con la casa porque me permitía vivir aislada, porque ahí no me visitaba nadie, porque estaba deprimida y me inventaba historias románticas sobre un barrio que, la verdad, era una mierda, una mierda, una mierda...
—¡YO NO TENGO HIJOS! —me gritó, y el grito de su voz demasiado gruesa, enferma, me despertó. ¿Qué estaba haciendo? ¿Ahorcando a una adolescente moribunda frente a mi casa? A lo mejor mi madre tenía razón. A lo mejor tenía que mudarme. A lo mejor, como me había dicho, tenía una fijación con la casa porque me permitía vivir aislada, porque ahí no me visitaba nadie, porque estaba deprimida y me inventaba historias románticas sobre un barrio que, la verdad, era una mierda, una mierda, una mierda. Eso gritó mi madre y yo juré no volver a hablarle pero ahora, con el cuello de la joven adicta entre las manos, pensé que podía tener algo de razón.
Que no era la princesa en el castillo, sino la loca encerrada en la torre.
La chica adicta se soltó de mis manos y empezó a correr, despacio: estaba medio ahogada. Pero cuando llegó a mitad de cuadra, justo donde la iluminaba el farol principal, se dio vuelta. Se reía y la luz dejaba ver que le sangraban las encías.
—¡Yo se los di! —me gritó.
El grito fue para mí, me miraba a los ojos, con ese horrible reconocimiento. Y después se acarició el vientre vacío con las dos manos y dijo, bien claro y alto:
—Y a éste también se los di. Se los prometí a los dos.
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